domingo, 6 de enero de 2008

Don Quijote sigue cabalgando

Me gusta viajar, y mientras viajo pienso.
Y entre las cosas que he pensado durante mis viajes, está la de que en realidad Don Quijote de La Mancha no murió, y que estando aún vivo, sigue cabalgando.


Porque, una vez vencido por el Caballero de la blanca luna, y ya de vuelta en su aldea, deprimido y enfermo, viendo que las medicinas y sangrías que le prescribía el médico, no le estaban haciendo otra cosa, que matarlo lentamente, y sabedor como era, de los beneficiosos efectos del bálsamo de Fierabrás (*), que anteriormente ya había ingerido, en secreto, le pidió a su fiel escudero Sancho Panza, que se lo preparase de nuevo, y que se lo trajese, cuando no le vieran, ni su sobrina, ni su ama.
Y así lo hizo el bueno de Sancho. Preparó una redoma de bálsamo, del cual llenó una bota, que a escondidas le llevó a Don Quijote, el cual tomó de ella un buen trago, y tras eso, ocurrieron dos cosas:


  • La primera: que Don Quijote quedóse tan profundamente dormido, que sus familiares y amigos pensaron que finalmente había muerto. Pero cuando, al cabo de unas horas, éste se despertó completamente recuperado, ya que como caballero que era, el bálsamo le había surtido beneficioso efecto, tras descolgarse por la ventana de sus aposentos, marchó hasta la casa de Sancho, para comunicarle que se encontraba perfectamente, y que era su deseo abandonar nuevamente aquella aldea de La Mancha, para volver a cabalgar en lejanos lugares, en busca de nuevas aventuras y horizontes. Por ello, acordaron la manera de simular su muerte y entierro (entierro que, en realidad, sería de los odres de vino, con los que llenarían su ataud), tras lo cual, Don Quijote se ocultaría en el desván de la casa de Sancho durante algunas semanas. Una vez transcurrido ese tiempo y habiendo comprobado el ingenioso caballero que tanto su sobrina como su ama estaban repuestas anímica y económicamente al haberse hecho cargo de su herencia (que las penas con pan son menos, como siempre decía el bueno de Sancho), sin ser visto en el pueblo y antes del amanecer el ingenioso caballero, disfrazado de fraile que viaja en burro, marcharía a Sevilla, ciudad que por entonces era el mayor centro de viajes del mundo conocido, y donde quedaría a la espera de recibir recado de su escudero, recado en el que éste le indicaría su fecha de llegada para reunirse nuevamente con él, y volver a retomar juntos nuevas andanzas.
  • Y la segunda: que una vez ya en Sevilla, los años fueron pasando para Don Quijote (así como para el resto de habitantes de esa ciudad, y del resto del mundo), pero el recado de Sancho no llegaba, y Don Quijote no envejecía, pues el bálsamo que como buenamente supo y pudo prepararle su fiel escudero, le había convertido en inmortal. Por todo esto, y para no seguir llamando más la atención, que ya en el barrio donde residía, era conocido como Don Inta (por Don Intacto, pues ni el tiempo que transcurria, ni incluso las epidemias de peste, hacían mella en él), un buen día, de un mes de septiembre, de un año de finales del siglo XVII, Don Quijote se embarcó hacia el Virreinato de Nueva España, donde con nuevos nombres, rehizo su vida.  Y así, el que durante tantos años fué Don Alonso Quijano, primero hízose llamar Don Diego Alonso de Vera (en homenaje al editor y amigo del famoso escritor Don Pedro Calderón de la Barca, el cual popularizó, aún más si cabe, sus aventuras, al dedicarle una obra de teatro), después, al cabo de los años, lo cambió ligeramente, pasando a ser Don Diego de la Vega (aunque algunos lo conocíeron como El Zorro), etc, etc., pero pese a sus periódicos y necesarios cambios de nombre, seguía dedicándose siempre, a desfacer entuertos, a recorrer mundo, descubriendo nuevos paisajes y culturas, y a viajar por todos los continentes, según iba teniendo noticias de su existencia, escribiéndole además, a su amigo y fiel escudero Sancho Panza, cartas (que actualmente son entradas de cierto blog),  en las que le contaba, y le sigue contando, sus viajes y andanzas, poniendo siempre en ellas sus esperanzas, de que Sancho (que algo de caballero ya debería tener, tras haber cabalgado a su lado) hubiese bebido un trago del milagroso bálsamo, y que siendo por ello también inmortal como él, algún día se reencontrasen, y pudiesen volver a viajar juntos, a la búsqueda de nuevos horizontes, y aventuras.

Vale.

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(*) El bálsamo de Fierabrás es una pócima maravillosa que, forma parte de las leyendas del ciclo carolingio. “Aparece [cito a Murillo en su edición del Quijote] como tema en el cantar de gesta francés Fierabrás (el de feroces brazos) que se fecha hacia 1170. Según la leyenda épica, cuando el rey sarraceno Balán y su hijo el gigante Fierabrás conquistaron Roma, robaron en dos barriles los restos del bálsamo con que fue embalsamado el cuerpo de Jesucristo, que tenía el poder de curar las heridas a quien lo bebía. Vencido el gigante por Oliveros, y habiéndose hecho cristiano, lo devolvió a Roma el emperador Carlomagno. Se trata de una piadosa leyenda medieval que los contemporáneos de Cervantes conocerían por la traducción de una versión en prosa francesa del siglo XV, Hystoria del emperador Carlomagno y de los doze pares de Francia, e de la cruda batalla que huvo Oliveros con Fierabrás, (Sevilla, 1525, y reimpresa varias veces), c. 17 y 19. En esta versión dice Fierabrás que ganó los dos barriles del bálsamo por fuerza de armas en Jerusalén. Oliveros, mortalmente herido, bebe de él y sana por completo”
Esa capacidad del bálsamo para sanar es, pues, la esencia de la leyenda que don Quijote transmite a su escudero la primera vez que le informa sobre el bálsamo en el capítulo décimo.

“-Todo eso fuera bien escusado –respondió don Quijote- si a mí se me acordara de hacer una redoma del bálsamo de Fierabrás, que con sola una gota se ahorraran tiempo y medicinas.
- ¿Qué redoma y qué bálsamo es ése? -dijo Sancho Panza.
Es un bálsamo - respondió don Quijote- de quien tengo la receta en la memoria, con el cual no hay que tener temor a la muerte, ni hay pensar morir de ferida alguna. Y ansí, cuando yo le haga y te le dé, no tienes más que hacer sino que, cuando vieres que en alguna batalla me han partido por medio del cuerpo (como muchas veces suele acontecer), bonitamente la parte del cuerpo que hubiere caído en el suelo, y con mucha sotileza, antes que la sangre se yele, la pondrás sobre la otra mitad que quedare en la silla, advirtiendo de encajallo igualmente y al justo. Luego me darás a beber solos dos tragos del bálsamo que he dicho, y verásme quedar más sano que una manzana.